Para poder abordar estas líneas de forma más completa, ha sido indispensable conocer en mayor profundidad el texto sobre el que se ha construido el hecho teatral propuesto por la compañía del Théâtre des Bouffes du Nord .
La Mosca de G. Langelaand se erige sin duda en la obra más representativa de un escritor de intensa vida en periodo de guerra, espionaje e incluso con una cirugía facial para preservar su identidad. Este pequeño preámbulo ayuda a situarnos ante un autor de amplia vivencia, próximo al mundo policial y militar, gusto por el mundo científico y por la ciencia ficción.
La elección de la mosca como insecto que vertebra la historia, confiere a su vez un amplio espectro de sensaciones, fobias y prejuicios. Un insecto, que siendo común y en el mayor de los casos inofensivo, causa animadversión, repulsión e incluso terror. Su aspecto, su impredecible comportamiento y actitud, confunden y asusta al mismo tiempo.
La transformación de la materia, la trasgresión de la ciencia lógica y el azar, se aúnan en un texto que mantiene la atención por lo inverosímil del relato.
La adaptación teatral de este peculiar texto (anteriormente tratado en cine e incluso en una ópera), nos abre a su vez nuevas dimensiones contrapuestas, intencionadamente expuestas para provocar en el espectador, que deambula a lo largo de 1 hora y 40 minutos, entre la ternura, el estupor, la carcajada, el asco, la comprensión y el rechazo. Muchos sentimientos y sensaciones desarrolladas en una caja escénica cuidadosamente diseñada para la ocasión.
El planteamiento escénico es sencillo, que no simple. Dos espacios diferenciados que representan los dos mundos en los que se desarrolla la acción, guardando simetría y equilibrio suficiente para concentrarnos en lo que ocurre a través de cuatro personajes con un peso actoral importante.
La utilización de la luz como único elemento generador de movimiento, al que se añaden periódicos oscuros totales, humos y efectos sonoros. Con una cotidianidad marcada por las acciones de una madre protectora, afable y cercana, que desde su hogar, una caravana, traza un día a día repleto de ternura, familiaridad y tolerancia ante una relación materno-filial repleta de simbolismo con la que el espectador llega a empatizar.
En contraposición, pero sin estridencias, a la escena cándida del hogar cuidado y atendido primorosamente, nos encontramos el garaje-laboratorio del hijo. De nuevo una escenografía cuidada, con un estilo plenamente ubicado en la época en la que Langelaand concibió su texto.
Una armonía escenográfica que tras el impacto inicial al ser descubierta desde el oscuro total de la sala, se repite una y otra vez, marcando un ritmo intrínseco que ayuda a concentrar la atención y el interés en lo que ocurre.
Cuesta etiquetar la obra que se debate entre la función cómica de un excelente actor con grandes dotes de mimo, con gestos y movimientos que invitan a la extrovertida risa, la exagerada candidez de la madre, la premeditada sobreactuación del policía y la irritante actitud de la chica. Con una segunda dimensión que poco a poco va tomando cuerpo y que se va apoderando de la escena en la que hechos desagradables mostrados de forma explícita toman un carácter frívolo entendido de diversas formas por el público que atónito presencia la muerte simulada de un perro, el despelleje de un tierno conejo y el asesinato del policía.
Detalles in crescendo a medida que se aborda la transformación del protagonista en una mosca.
Existe un punto de inflexión donde el delirio del tema ya no tiene retorno. El actor principal conduce la obra de forma magistral eliminando todo atisbo de ternura y candidez original, se obra el cometido final, la buscada transformación que si bien merecería un mayor trabajo a nivel de caracterización, se ve compensada con una puesta en escena y un estudiado patrón de movimientos que asemejan a los del insecto.
Un desenlace rápido, incoherente y provocador que pilla desprevenido al espectador, que duda en aplaudir o en mantenerse a la espera de nuevos delirantes experimentos.
Un número musical de baile entre el policía y la madre a modo de intermezzo, la aparición en las pantallas del laboratorio de la malograda chica y en el momento de los aplausos, el retorno del bien adiestrado perro, dejan un mejor sabor de boca.
Como conclusión, una trabajo actoral digno de mención de los cuatro personajes, siendo destacada la interpretación del hijo y de la madre, realmente son el eje sobre el que orbita la historia. Una escenografía cuidada, efectiva y apropiada que permite atravesar las diversas fases sensoriales que ocurren en la escena. Dos animales vivos que confieren ternura y a la par provocan el mayor de los rechazos al ser teatralmente sacrificados.
Una caracterización deficiente de los personajes en su rol principal, el hijo tiene un aspecto excesivamente adulto, llegando a confundirse su edad, la madre y el policía mantienen la coherencia, la chica no consigue convencer tanto en su caracterización como en su interpretación.
Luz y sonido correcto, efectivo y seguro, sin grandes pretensiones y con recursos “ad hoc” con la época en la que se desarrolla la acción. Quizá una mayor apuesta por técnicas más actuales hubiera ayudado a mantener esa línea teatral tan necesaria en una obra que pretenda trascender.
María Ledesma de Castro